sábado

N

Son millones las razones de por qué no me gusta la navidad. Desde la angustiante nostalgia producida por el recuerdo de los que no están, hasta la aburrida ritualidad que implica el comer, mirar el árbol por un rato y luego abrir paquetes. La costumbre de sonreír (a veces de manera falsa) en señal de agradecimiento, quizás sacando fotos con el regalo entre las manos y las luces brillando detrás, se transforma en algo más y más tedioso, así como el desagradable vacío, a veces interminable, luego de abrir el último presente.

Hoy la navidad me carga más que antes. Cuando enana me gustaba sentarme en la mesa, rodeada de pliegos gigantes de papel de regalo, con tijeras, scotch y regla, además de los irremplazables rollos de cinta de colores a envolver lo que otros habían comprado. Ahora todo viene listo. Tan fácil como meter lo que compraste dentro de una bolsa, mientras más cara la tienda, más acartonado el envoltorio. Y la cinta, esa cinta que me complicaba ordenar para que fuera una linda rosa, viene lista, perfecta, cosa de sacar y pegar, pegar y tirar. La máxima emoción está en pasar algo filudo en las tiritas, para que queden como colita de chancho.

Es aburrido así, es incluso más nostálgico así.

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