miércoles

Quinientos

El día martes llegaste con una bolsa de frugeles, la más grande que encontraste según dijiste. La pusiste en alto para que apenas abriera la puerta pudiera mirarla y sonreír.
Me fije en el envase, en los colores y en su tamaño, incluso antes que en tu cara, evidenciado ansiedad detrás de la reja.
Te los quite rápidamente de la mano y corrí a sentarme en el suelo. Me miraste con ternura, con la misma y ridícula ternura con la que un sacerdote entrega la comunión. Abrí el paquete, contemple el verde y sentí que mi estómago podía explotar. Abrí uno de ellos, corrí a ponerlo dentro de tu boca, uno rojo para ti, uno rojo para mi, uno naranjo para ti, uno verde para mi. Eran tantos, eran cien, eran miles. Y mi lengua no era capaz de apretarlos, de contenerlos. Aburrida comencé a abrirlos todos, a lanzarlos a la piscina con fuerza. Se veían tan lindos ahí, sin flotar, entre medio del aire y del agua primero, luego entre el agua y el agua. El contraste del agua con el azúcar nunca lograba cansarme. En un instante mire hacia atrás, y tu te reías.

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